Erik Satie en el gimnasio se ríe
del fin de siglo, Jim Morrison pare letras y show en el festival de Woodstock
en el que desenmascara al farsante de Santana, por fin, Chet Baker besa a Astrud
Gilberto a espaldas de Joao, Stan cela barítono, Gene Vincent maldice a vena
partida y John Milner pierde a su chica en la última carrera ilegal con su taxi,
Lennon ya olvidó Berlín y un riff de George sacude el Chelsea Hotel cuando
Patty Smtih frasea al oido de Keith Richard a Kerouac, Cohen hoy bebe solo. Enrique tatuador, acelera
el diazepan de la mañana, Chuck Berry
flirtea con La Maga mientras Benedetti busca sin saberlo a Rocamadour
entre las calles del Ulises, en una ciudad distinta y distante, más obscura,
sin luz, la que Van Morrison comprara por un poco de costo una tarde noviembre,
la misma en la que Dylan y Christofferson inmortalizan a Billy the kid en una
obra genial. Un invierno de suites de Bach interpretadas por Jacqueline Dupree
y güisquis de garrafa, como cuando planeábamos matar a Yoko mientras aprendíamos
versos de Dylan Thomas y William Blake, odiábamos al Juan Ramón narrativo y
descubrimos al Juan Ramón poeta, poeta grande, cuando bebíamos como Panero
fumaba, cuando paseábamos por la Astorga del desencanto, de la magia de Jimi
Page, del rayo que no cesa, del claro de luna de Chopin, de la espesura agria y
angosta de Virginia Woolf en Las Olas, Storni adentrándose en la mar, la locura
organizada y necia de Ignitius, la ficción terca de Borges y Parker Bird al
saxo tenor, Rosalía mascullando tristeza en una tarde en la que suena Puccini,
Turandot, Tosca... y todo parece pequeño y escurridizo, como las notas del piano de Nyman cayendo sobre el París incendiario del mayo francés. Héroes de Ray antes de que Ray se convirtiera en esa especie de Ray que no reconoce ni Ray. No nos descubrió
nada Auster que no leyéramos en el 27, incluso en el 98, solo fue sonoro, un
aditivo más. Los Clash, Lou Reed y la poesía diáfana de Hesse nos facilitaron
el camino. El lobo estepario bebiendo el vino de los matices, la cadencia de la
madrugada, de la reflexa confesión, el dolor de la cera hirviendo, noches de
oleo, incienso, licor y una Venecia que muere y mata, la concupiscencia de La
Tempestad, las vanguardias de Von Trier, y Truffeau que nos acaricia las miserias, las
que nos hicieron mortales cuando todos se iban. Los viajes a Portugal y la fábrica
de Jim Bean que compramos nos hicieron casi humanos, hicieron cortas nuestras
estancias en aquel palacete de invierno en Sintra. Y Joan Valent, Marta Valdés y Chano Domingo, Omega de Lagartija Nick, el astillero de Onetti, el odio elegante de Wilde en De Profundis y nuestra sed infinita, nuestra infinita búsqueda, Pierrot el Loco
sirviéndonos Martinis, Steve McQueen de tour por Estoril, Bogart y Bacall, James Stewart, John Wayne, feo, fuerte y formal, Tom waits haciendo de Tom Waits, Fritz Lang y Glenn Ford, Iggy Pop enseñándonos la gran Manzana,
con el permiso de Woody y de Auster, una resaca en New Orleans antes del
huracán, un paseo por la plaza de la cebada con Johnny Burning, la LesPaul de
Gary Moore y una mañana en el rastro, las aventuras de Jeremiah Johnson y un coñac
caro en Mafra. La voz y los pies de
Cristina en el contraluz, la derrota de Quique, Malasaña y Chueca, mis discos
de vinilo y lo que fui y no supe conservar. Los tipos duros no bailan. Norman Mailer